La
pena de muerte
SERGIO TAPIA T.
Hoy,
la autoridad es el estado republicano, con funciones ejercidas por una
multiplicidad de órganos, que sobrepasa el viejo esbozo de Montesquieu de los tres
poderes clásicos.
En
este modelo estatal el Presidente no dicta mandatos al Poder Judicial (como
Maduro, en Venezuela), los jueces se sujetan a las leyes (no son tribunales populares que convengan con el
éxito de la revolución comunista), y culminados los procesos se asegura la
justicia mediante mecanismos en tres dimensiones: La dimensión constitucional, que
reposa en última instancia en el Tribunal Constitucional; la dimensión política
que aplica la amnistía, reservada al Congreso, para perdonar el delito y enervar
la aplicación de la pena; y, la dimensión de la misericordia, reservada al Presidente,
quien perdona, cambia o modifica la pena, mediante el indulto y la conmutación;
y mediante el derecho de gracia beneficia a los procesados que sufren largas y
excesivas investigaciones judiciales.
En
este marco estatal, siempre está presente el hombre. No estamos gobernados por leyes,
ni por una teoría del estado. Estamos subordinados a personas investidas de
autoridad; a hombres con virtudes y vicios, honras y deshonras; santos y pecadores.
Sostenía
Juan Donoso Cortés, pensador y político español del siglo diecinueve, que la
vida social se rige por dos barómetros, la religión y la represión. Las
conductas respetando al otro se adecúan o por conciencia moral o por el rigor
de las penas legales. Ambas son formas de vivir en libertad y moderando los
excesos: Bajo la guía de la virtud interior, o bajo vigilancia externa de la autoridad.
Hoy,
a nivel nacional, los delincuentes comunes desbordan la contención de las leyes
penales, a las que no temen. Y, las autoridades no aciertan en reprimir con
eficacia, a pesar de que el primer funcionario de la Nación tiene el deber
constitucional de velar por el orden público. Pero, el Congreso no legisla con
acierto ni con propiedad. Y, los jueces y fiscales se coluden con los criminales
o han perdido el criterio deslegitimando el uso de las armas por el Estado. Y, el
colmo del paroxismo es que el Ministerio del Interior obstruya el uso de los
medios para el ejercicio de la legítima defensa individual.
Esto
mismo nos pasó hace más de treinta años, durante la agresión subversiva: ¿No
aprendemos la lección, o nos gobiernan los subversivos?
Como
oferta máxima, por el Estado, se exhorta aplicar la pena de muerte.
Sobre la legitimidad de la pena de muerte, un buen
referente es la doctrina bimilenaria católica, debido a su discernimiento
racional de la cuestión y por la evolución de su prudencia aplicativa, que corona
el nuevo Catecismo de la Iglesia, que reprueba la pena de muerte.
Yo adhiero
al magisterio de la Iglesia; antes fui apologista de la pena de muerte, movido por
el mismo fundamento doctrinal. He cambiado, con el Catecismo, pero no por los dictados
de las comisiones internacionales de derechos humanos, sino por criterio moral
sólido y no ideológico.
Publicado
en el diario “La Razón”, Lima, viernes 21 de febrero de 2014, pág. 6
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